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¿TODAVÍA ES MÉXICO UN ESTADO DE DERECHO? 2ª. DE DOS PARTESPor LUIS VILLEGAS MONTES, 24/10/2024 16:14
Al término de la entrega anterior, afirmé tajante: “Establecidas las premisas anteriores, podemos afirmar categóricamente que no, México no es ya, un Estado de Derecho, ¿las razones? Las razones, aunque saltan a la vista, la examinaremos en la siguiente entrega”. Aquí estamos.
Lo primero que debemos resaltar son los fallos en el ejercicio del poder de los actores políticos previos. Sin duda, durante las últimas nueve décadas, la característica principal de todos los regímenes políticos se puede resumir en una sola palabra: simulación. El origen de este fenómeno se remonta a los albores del siglo XX, recién concluida la revolución y la Guerra Cristera —con la consolidación del régimen a manos del presidente Calles—, quien “no renunció a seguir dirigiendo la vida política del país; finiquitó el caudillismo militar pero lo sustituyó por el caudillismo político, cuyo instrumento principal fue el partido de la revolución: con la creación del PNR, Calles se erigió en el jefe político nacional”.[1] La evolución de ese caudillismo político hasta la consolidación del régimen presidencialista que caracterizó todo el periodo posrevolucionario, se explica mejor si se revisan las facultades otorgadas al Poder Ejecutivo federal por las distintas constituciones promulgadas desde 1824 hasta 1917; con ello se cubriría “uno de los elementos que más contribuyeron para la consolidación del presidencialismo en México: la legalidad”.[2] Cierto que a mediados del año 2000, con la elección de Vicente Fox y la falta de una mayoría cómoda en ambas cámaras, este fenómeno varió, pero el resultado fue, tal vez, peor: a partir de ese año, el poder reconcentrado, que otrora poseía el presidente de la República, se trasladó a los gobernadores de los estados, por lo que los efectos nocivos del presidencialismo exacerbado tal pareciera que tardarán en extinguirse otros cien años: “Entre 2000 y 2013, periodo en el que México tuvo 63 gobernadores, la prensa reportó 71 casos de corrupción por parte de 41 gobernadores. De estos, solo 16 casos fueron investigados y únicamente cinco gobernadores fueron procesados y encontrados culpables. Para dar una perspectiva comparada, el mismo análisis en los Estados Unidos refleja que, en este país, nueve gobernadores fueron investigados, nueve fueron procesados y los nueve detenidos”.[3] Ese saldo negativo es el que halló López Obrador al arribo a la presidencia, por un lado; y por otro, como un aspecto positivo, la dispersión del poder entre distintos actores y entidades de gobierno y la exigencia del diálogo como instrumento para “aceitar” la maquinaria del poder en su conjunto. Es decir, por primera vez en México, aunque de manera precaria, se vivía una auténtica división de poderes. El camino a seguir, en el 2018, era muy claro: fortalecer las instituciones, consolidar la democracia (que lo llevó a la primera magistratura del país), garantizar un régimen de auténtica división de poderes, evitar el clientelismo político, combatir frontalmente la corrupción, diseñar una estrategia eficaz contra el crimen organizado, sanear las finanzas y corregir los defectos de los planes y programas de gobierno que sí funcionaban. Nada hizo en ese sentido; por el contrario, armado con su retórica mareante, desde el pódium de Las Mañaneras empezó a perfilar una estrategia muy similar, si no es que idéntica, a aquella que llevó a los fascistas y nazis al poder. Ciego a lo que no se ajusta a su particular visión del mundo, lejos, lejísimos, de comprender que los resultados electorales obedecen a una compleja multitud de factores, López Obrador se empeñó en hacerse con el poder merced a destruir a la oposición, particularmente la clase media a quien acusó de estar manipulada por los medios de comunicación financiados por oscuros intereses: “La clase media ‘manipulada’ permitió el fascismo de Hitler, el golpe de Estado de Pinochet en Chile y respaldó el asesinato del presidente Madero en México”,[4] llegó a decir… quizá cuando se miraba frente al espejo. Los efectos nocivos de una falta de mecanismos institucionales auténticos ha derivado en administraciones (federal y locales) autoritarias, disfunciones, ineficientes y corruptas.[5] Por ello, ese estado de cosas no va a mejorar con mecanismos que concentren el poder en beneficio de la esfera del Ejecutivo y en detrimento de los otros poderes u órganos constitucionales autónomos. Pues bien, las recientes reformas, las relativas al Poder Judicial, la incorporación de la Guardia Nacional al Ejército, la desnaturalización del juicio de amparo, la eliminación de los órganos constitucionales autónomos, etc., vienen a debilitar el de por sí deteriorado andamiaje institucional y a eliminar los diques y barreras que acotan al poder público; lo anterior, pese al alud de discursos que afirman lo contrario, es decir, volvemos de lleno, y de cabeza, a esa simulación atroz que marcó todo el siglo XX mexicano. Con ello, se cava la tumba del Estado de derecho en México. No hay, ya, frenos ni límites al poder público, excepto el poder de facto que el presidente López ejerce, férreo y sin escaldaduras, sobre la triste persona de la doctora Claudia Sheinbaum Pardo. Democracia y libertades, nos vemos en treinta o más años. Contácteme a través de mi correo electrónico o sígame en los medios que gentilmente me publican, en Facebook o también en mi blog: http://unareflexionpersonal.wordpress.com/ Luis Villegas Montes. [email protected], [email protected] [1] GUTIÉRREZ RIVAS, Rodrigo. “El Conflicto Calles-Cárdenas: Un acercamiento, al origen del Presidencialismo Mexicano” en Ensayos sobre presidencialismo mexicano (Lorenzo Córdova Vianello et al.), Aldus, México, 1994, pp. 65-92, p. 80. Énfasis añadido. [2] Ídem., p. 67. Énfasis añadido.
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