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OPORTO.Por LUIS VILLEGAS MONTES, 2025-10-08 03:50:28
Estoy orgullo de mí; a mis casi sesenta años, por primera vez en mi vida, usé una lavadora; en efecto, impelido por la necesidad, entiéndase que ni calzones tenía (bueno, sí, pero no estaban limpios), tuve que ir a unas lavadoras que, ¡oh, my God!, no les tuve que poner ni jabón porque éste ya estaba incluido en el precio; ahí nomás, eché la ropa, se lavó, la saqué, la metí en la secadora y sanseacabó. Esa maravilla se llama (muy original el título): appWash y es tan fácil de usar que hasta yo pude. Bajas la aplicación, la instalas, la abres, abres una línea de crédito, metes la ropa le picas ¡a tu ce lu lar! Y listo. 49 minutos más tarde vas, la sacas, la metes a la secadora y 50 minutos después, voilá. El lector atento, la lectora perspicaz, podrían preguntarse: “¿Y cómo le hizo cuando vivió solo, allá en la Ciudad de México?” (porque el lector atento y la lectora perspicaz saben que viví allá un montón de años); pues muy simple, la llevaba a la planchaduría. Claro que he vivido épocas de apremio; como cuando era abogado del CEN del PAN, viajaba por toda la República y era chile de todos los moles electorales; en una de esas, alguna vez, tuve que lavar a las carreras un pantalón, unos calcetines, unos calzones, una camiseta y vámonos; pero era muy fácil, porque me metía vestido a la regadera y ya nomás me iba tallando con más enjundia que la habitual y despojándome de mis prendas una a una, en un cadencioso y discreto estriptis —sólo apto para mis ojos—, en tanto que el infame espejo del baño solía devolverme, magnificado, el deplorable espectáculo de mis miserias. Salía, me secaba, me enredaba en la toalla, ponía la ropa a secar sobre puertas y ventanas de la habitación y ya sabía yo que al día siguiente tendría el ajuar completo. Conste que alguna vez me fui poquito húmedo, pero ni modo, eran gajes del oficio. Me acuerdo una vez que en plena elección en Campeche, era yo responsable de aquel margallate y ya no tenía qué ponerme, así que llegué con tines, en tenis, con pantalón de mezclilla y una camiseta sin mangas que había sido mudo testigo de mejores días, a una reunión de trabajo con el presidente nacional del partido, en ese entonces, Luis Felipe Bravo Mena; todavía recuerdo la cara de estupor del delegado nacional (Gerardo Priego) y su mandíbula caída cuando me vio aparecer en el restaurante. En un aparte sostuvimos este diálogo: —¿Qué te pasó, abogado? (en ese tono sabroso de la gente de la región que arrastra las palabras —menos el %$#@& de AMLO, viejo %$#@&—. —No tengo ropa. —Pues sí, pe-pe-pero, es el presidente del partido. —Pos sí, pero era esto o venir encuerado; y esto me pareció lo más prudente. Él me dio la razón y esa noche, toda mi ropa, absolutamente toda, estaba limpia, guardada en cajones o colgada en el armario (era un hotel viejón). Pues ayer me inauguré en estos menesteres de la lavada y, de paso, di al traste con un mito heteromatriarcal, a saber, que si mezclo en la lavadora ropa blanca con ropa de color (entiéndase que no estoy siendo políticamente correcto para hablar de mi ropa, no es ropa negra, no señor, es ropa efectivamente de color), la blanca va a salir percudida; pos no; yo, por codo, a tres cincuenta euros la lavada, la metí toda y me persigné. Dios, o la Virgen, no sé, me hicieron el favor y mi ropa, toda mi ropa, está más limpia que nunca; en estos días, sólo mi conciencia (lo que ya es mucho decir) está más limpia que mi ropa; y mis camisetas blancas, blancas sin rastro de color: “Que no quede huella que no, que no; que no quede huella” (cantaría Bronco). En esas ando. Les mando fotos y perdón por no hablar nada de esta hermosa ciudad; excepto el breve apunte que hago a continuación: hay en la ciudad una librería que se llama: Livraria Lello; en las fotos donde me vean a mí con un montón de gente detrás o como enfrente de un escaparate; ésa es; está situada en la Rua das Carmelitas, casi frente a la Torre dos Clérigos; fundada en 1906, en un estilo neogótico con toques modernistas, su escalera central de madera es icónica pues parece flotar y se desdobla como espiral; sus vitrales y estanterías talladas convierten el lugar en una especie de catedral de los libros; y se volvió hype mundial porque, se cuenta, inspiró a J.K. Rowling para las escaleras de Hogwarts (ella vivió en Oporto a principios de los años 90). Hoy, la librería funciona como atracción turística, cobran entrada (que luego descuentan si compras un libro), y casi siempre hay fila en la calle. ¿Lo pueden creer? ¿Una librería donde la gente hace cola y se forma para entrar? ¡Y pagando! Yo me quedé turulato; bueno, lo admito: ya estaba, pero me quedé más. Compré el ticket en línea y entré en el turno de las diez. ¡Wow! Contácteme a través de mi correo electrónico o sígame en los medios que gentilmente me publican, en Facebook o también en mi blog: https://unareflexionpersonal.wordpress.com/ Luis Villegas Montes. [email protected], [email protected] ![]() ![]() |
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